Como bien recuerda Jorge Juanes, uno de sus primeros y más entrañables alumnos de los años sesenta, Adolfo Sánchez Vázquez no tuvo maestros personales importantes. Partiendo de sí mismo, harto de los dogmatismos, la tonterías e injusticias que entrañaban las posturas dogmáticas y autoritarias dentro del Partido, realizó un esfuerzo ético e intelectual extraordinario al momento de construir en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) un espacio de lectura directa y permanente de Marx, especialmente de los textos de juventud, que en los años 60 y 70 eran superficialmente estigmatizados como humanistas burgueses e idealistas. La creación de este espacio pionero enriqueció de forma decisiva la formación crítica de diversos filósofos que por sus ideas y compromisos marcarían a una parte de la izquierda de México, como fue el caso de Bolívar Echeverría, Carlos Pereyra, Armando Bartra, Gabriel Vargas Lozano y Andrea Revueltas, entre otros.
Lejos de la soberbia y el lenguaje rebuscado, forjó con su estilo literario sencillo y claro, su forma pausada y ordenada de presentar los problemas y las discusiones más intrincadas de la filosofía y la estética contemporáneas. Manuel Lavaniegos, otro alumno de los años 70, en su momento observó que las ideas de R. M. Rilke al reconstruir el trabajo de Rodin en su taller (Carta a un Joven Poeta) coincidían profundamente con el modo en que el maestro concebía el arte: un proceso de trabajo radicalmente creativo. Asunto que Sánchez Vázquez puso orgánicamente en práctica al demostrar con su vida misma que el acceso a los grandes temas se gana como el pan, trabajando todos los días, sin desplantes que simulen profundidad o radicalidad, pero cuidadosa y críticamente, alejado de lo que él llamaba la praxis reiterativa. Atento, paciente y persistente promotor de la lectura directa de los clásicos, defensor de la unidad abierta que Marx descubre entre el sujeto y el objeto; reconstructor de la génesis del pensamiento crítico fundamental y constructor de una estética basada en una original filosofía de la praxis.
En sus libros y en el aula, fue incansable difusor y polemista dentro del mejor marxismo crítico occidental, promoviendo seminarios de lectura de Lukács, Brecht, Sartre, Korsch, Kosik, Gramsci, Lefebvre, Della Volpe y otros imprescindibles. Fue defensor de la necesidad histórica de criticar la totalidad de la sociedad burguesa desde su raíz, desde el hombre mismo, así como las modas y dogmatismos que degradan a la izquierda, el positivismo imperante en nuestras universidades, el estructuralismo althusseriano y el cinismo posmoderno.
Desde los años 60 fue un reconstructor pionero de las dimensiones ética y estética de la vida. Primer traductor y compilador en habla castellana de importantes reflexiones críticas de la estética marxista del siglo XX, promotor entre las nuevas generaciones de jóvenes críticos de la lectura rigurosa de la literatura, el disfrute inteligente e informado de la pintura, la escultura, la música, lo mismo que la arquitectura y el teatro, del estudio sistemático de la historia del arte y, si fuera posible, de practicar la creatividad artística.
Con estas herramientas, el maestro formó y acompañó a sucesivas generaciones de pensadores críticos no sólo de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM sino de otras facultades y universidades y de otros espacios, de donde acudíamos para aprender su lectura del joven Marx. Fruto sencillo pero cuidadosamente perfeccionado por el persistente aprendizaje que brinda el trabajo, obra de arte de sí mismo, el maestro de talla internacional abrió múltiples puertas y ventanas para salir del encierro en lo seudoconcreto hacia todos los jardines y senderos de la praxis y la relación estética con nosotros mismos.
Con su terso tono de voz y su suave acento andaluz que nunca abandonó, demostró en lengua española la dimensión filosófica, ontológica y espistemológica de la teoría del proceso que encontramos en el capítulo V del tomo I de El capital, de Marx, así como la conexión fundamental entre este razonamiento y la crítica al trabajo enajenado. Por ello, su Filosofía de la praxis sobrevive casi incólume al ruidoso desplome y el espeso polvo que levanta la caída del muro de Berlín y hoy sigue siendo necesaria para preguntarnos, una y otra vez, por el fundamento de nuestra experiencia y para discernir lo esencial de lo aparente.
Cuando en las librerías de los años 60 y 70 casi sólo se ven-dían manuales soviéticos de materialismo dialéctico e infinidad de autores dogmáticos, cuando en las aulas de la misma Facultad de Filosofía y Letras los profesores y estudiantes atacaban o defendían la grotesca caricatura estalinista de Marx, Adolfo Sánchez Vázquez reconstruía el modo en que la intrincada unidad dialéctica entre el ser humano y la naturaleza se dirimió y se resolvió en la temprana confrontación de Marx con Hegel y Feuerbach, explicaba el modo en que este dilema es una de las principales claves para reordenar la comprensión crítica de la historia de la filosofía y repensaba las dificultades permanentes que Occidente siempre ha tenido para comprenderlo, tanto desde el idealismo como desde el materialismo.
Sobre esta base, Sánchez Vázquez defendía el socialismo democrático necesariamente asentado en el diálogo verdadero, es decir, en la reconstrucción de una nueva socialidad no sólo prescindiendo de las clases sociales y el dinero, sino también proveyéndola de un pensamiento abierto a los argumentos meditados y construidos colectivamente, dotado de coherencia lógica, formal y dialéctica y de memoria –que el capitalismo ha convertido en un lujo–, capaz de reconocer fundamentos, en el que ocupa un lugar central el cuestionamiento siempre abierto que, por su propia naturaleza, genera la praxis.
Durante los últimos 30 años de su vida, Sánchez Vázquez reaccionó a los nuevos retos históricos que suscitó el neoliberalismo y la nueva crisis del marxismo con fidelidad consigo mismo y con un incansable esfuerzo desdogmatizador. Lejos de los reflectores de la sociedad de consumo, respondió con una revisión autocrítica y una indagación de los posibles presupuestos equivocados de su filosofía e incluso del marxismo occidental. Autocrítica que desarrolló sin pretender nunca ingresar al oscuro y aterciopelado sótano de los reconocimientos académicos y televisivos, o escuchar los emplomados aplausos neoliberales. Su autocrítica, ejemplar por su honestidad ética, buscaba fortalecer la lucha de las siguientes generaciones contra la barbarie desbocada y ayudar a reconstruir colectivamente nuestras relaciones económicas, políticas y culturales, nuestra ética y nuestra relación con el arte, el conocimiento y la felicidad. Consciente de que sólo así podremos construir, libremente y entre todos, el socialismo del siglo XXI.
Tomado de: La Jornada. Sección: Opinión. 14 de julio de 2011.
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